Desde que comenzó esta vergonzosa polémica por el fallo de
la Corte Suprema, donde se equipara los crímenes de lesa humanidad con crímenes
cuál promoción de supermercado, hay una historia de mi infancia me vuelve una y
otra vez con insistencia.
No tenía menos de 4 o cincos años cuando vivía en el Barrio
Palihue en Bahía Blanca, de tipo residencial. Muchos árboles, una buena
cantidad de baldíos e, insisto, muchos árboles. Esta característica nos
permitía a la pandilla de la cuadra a tener casas en los árboles – llegamos a
tener una de dos pisos con ascensor de polea - , improvisar fuertes y hasta
tener algunas con trincheras.
La pasábamos, la verdad, más que bien. Podíamos andar en la calle. Nos conocíamos
todos y se sabía que, luego de la merienda pos jardín de infantes con los
capítulos de He-man como exclusivos protagonistas, la cita era el afuera para
seguir construyendo nuestros refugios sin problemas.
Pero, y siempre está ese pero, había una amenaza en nuestro
reino. Alguien cuya mera presencia
significaba que se acababa todo y que había que regresar a nuestras casas si lo
llegábamos a ver. Ese “pero” no era nada
más ni nada menos que el tradicional hombre de la bolsa, esa figura folklorica
con la que los padres amenazaban a sus hijos si éstos se estaban portando,
digamos, mal. Pero nuestro hombre de la bolsa era raro, distinto. No nos
amenazaban con él si nos portábamos mal. Nos advertían mis viejos y todos los
vecinos que, si lo llegábamos a ver, nos escondiéramos en nuestras casas. Y eso
ocurría con una cierta frecuencia cada semana durante un tiempo, a decir
verdad.
Y aquí debo hacer una pequeña confesión. Bah, en realidad,
admitir algo que todos hemos hecho. De pibes, la curiosidad suele abrazarnos
hasta no soltarnos y, bueno, había que saber quién era ese hombre de la bolsa.
Por eso, con algunos chicos decidimos un día seguirlo. Llegamos hasta su casa.
Una casa como cualquiera de las de la cuadra. No entendimos en ese momento si
era el hombre de la bolsa porque vivía en una casa y, más aún, porque se vestía
como nuestros viejos.
Dejamos de verlo por un tiempo y, yo, al menos para siempre,
eso pensaba, cuando nos mudamos al Barrio Universitario.
Mi infancia transcurrió con tranquilidad. No había árboles
para casa del árbol, a pesar de tener el Parque de Mayo a unas cuadras. Había
pandilla pero no estaba latente ese deseo de escaparnos del asfalto. El patio
de nuestra casa era el lugar de aventuras junto con esa hamaca que nos
acompañaba desde hace años. Varios veranos armábamos la carpa y pasábamos la
noche en vela.
Nada que se escapara a esa etapa de la vida. Lo habitual en
un niño de clase media, ponele.
El recuerdo del hombre de la bolsa volvió de la forma más
inesperada. A los diez años ya era un boludo importante. Mi viejo me había
enseñado a leer, o al menos, intentado enseñar, a los cuatro años con los
resultados de Independiente. Esto implicó que a los ocho años ya era un lector
voraz. A esa edad ya había leído Edgar Allan Poe, además de lo habitual que se
espera de uno en esa franja etaria, y ya había visto “El acorazado Potemkin” y
“King Kong” de 1933. Ya había visto otras películas pero esas fueron las que me
marcaron a fuego en esta pasión por el cine.
Además de lo que podía escuchar de mis viejos, o que interpretaba
de lo que ellos decían, leía el diario y, desde siempre, leía a escondidas la
revista Humor. Sabía de lo que estaba ocurriendo en el país. Sabía de la
renuncia de Alfonsín, un hombre que había despertado elogios y euforias en mi
viejo, orgulloso de haberlo conocido, y sabía que un señor de patillas era el
nuevo presidente. Veía los noticieros y, más o menos, sabía que era lo que
había pasado en Argentina antes de que yo naciera, que se había matado a gente
y que no se sabía dónde estaban sus cuerpos. Esa era la síntesis que podía
llegar a elaborar en mi primera década de vida.
Un día, ya en 1990, pasó algo que nunca me voy a olvidar.
Resulta que Francia – lo cuento como lo recuerdo con esa edad – le estaba
haciendo juicio a un tipo por la desaparición o asesinato de dos monjas. Yo no
sabía porque Francia, un país, le podía iniciar juicio a alguien y más aún, a
alguien que era argentino. En la noticia que salía en la televisión decían el
nombre del acusado una y otro vez, pero
mí no me decía nada. No me decía nada hasta que ponen una foto del
chabón. Abrí bien grande mis ojos. Una catarata de recuerdos me cacheteó una y
otra vez, en cada golpe, con más fuerza.
Me quedó mirando fijo esa foto. La miró a mi mamá, volví a mirar a la
foto. La miró a mi mamá y le pregunté: Má, ¿ese no es el hombre de la bolsa?”.
Y sí, lo era. Ese hombre era el acusado de haber secuestrado
a las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. Su nombre, ya lo sabemos,
era y es Alfredo Ástiz. La bolsa de esa inancia lejana era la bolsa con los
palos de golf con los que se iba a jugar, como si anda, casi todos los días a
la cancha de golf que había a tres cuadras de mi casa del Barrio Palihue.
Ese era el hombre de la bolsa tan temido por nuestros
viejos, por mis vecinos, en su miedo a que nos pasara algo a nosotros si
alguien decía algo. Desconozco si alguna vez alguien dijo algo, seguramente,
alguien dijo algo. Pero a esa edad aún no entendía bien del todo el miedo.
Tuvieron que pasar dos años para que lo entendiera cuando
leí el “Nunca más”, un poco a escondidas – esas letras rojas de la tapa siempre
me habían llamado la atención. Hasta ese momento la maldad humana y las to
rturas
me eran más propias de un relato de Edgar Allan Poe y no de alguien que estaba
vivo. No fue ficción, eso realmente había ocurrido en nuestro país y lo había
sufrido todo un pueblo, lo habían sufrido pibes que no me llevaban más de dos
años, al momento de su desaparición.
Por esas cuestiones, por esta historia, entre otras tantas
razones, que rechazo el 2X1. Y lo rechazó para que otros oscuros hombres de la
bolsa no caminen en libertad, que estén en prisión común y, principalmente,
para que las nuevas generaciones no piensen que se tratan de personas de una
vieja historia en las páginas de un libro. A eso me comprometo, con todos sus
defectos y virtudes, en mi rol de militancia como comunicador.
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