lunes, 24 de noviembre de 2008

De deudas saldadas, primeras veces y la cultura local

Fue una deuda saldada. Histórica. Moral y espiritual si así me permiten catalogarla. Más de quince años tratando de ir a verla y el destino, todo ese tiempo, el destino, con la precisión relojera de empleado del área administrativa municipal marcando el horario de salida, impedía con excusas de todo tipo que esa posibilidad se concretara.
Pero, a pesar de ello, mis infructuosas jugarretas dieron por fin resultado la noche del viernes 21 de noviembre de 2008 en el Auditorio del Museo Nacional de Bellas Artes. “El loro calabrés” del genial Pepe Soriano entraba a mi vida no sólo con las intenciones de verla ni con el libro que varias veces mis manos habían acariciado. Esta vez era en vivo y en directo.
La historia de esta victoria sobre los mandatos universales comenzó el 18 de agosto de 2007. Allá a los lejos, en una de las últimas noches en las que cubrí algo con gusto para mi trabajo, entable una franca conversación con Soriano, luego de la función de “Visitando al señor Green”. Obra que lo había traído de regreso a la Patagonia. Allí, le informé sobre mis vicisitudes con el loro y que me había comprado el libro por lo menos para tenerla cerca de algún modo.
Pepe, al instante, me admitió que tenía muchas ganas de volver a hacer esa magnífica pieza y que había que hablar con su productor para ver donde y cuando podía representarla, mejor dicho, interpretarla. Jorge Schubert, compañero de tablas en “Señor Green”, se sumó a la charla. Buen tipo, en serio. Se rió bastante cuando le comenté que era la primera vez que lo veía actuar y no le pegaban un tiro por la espalda. “Te tenía fe en ´Padre Coraje` pero no pudo ser”, le dije luego, a lo que estalló en una gran carcajada. Tras reiterarle a Soriano que película argentina sin él y sin Ulises Dumont, me retiró rumbo al auto que me llevaría de regreso a casa.
Pero volviendo al disparador de esta nota, debo sincerarme y confesar que volví a sentirme como un niño, de la misma manera en la que disfrute de Transformers (Comentario al margen: Bumblebee se afana la película al igual que en los dibujos).
Estaba a la expectativa, mirando para todos lados. Y grata fue mi sorpresa cuando en la puerta estaba él. Pepe saludaba a todo el mundo y cuando me vio, se acercó, se acordó de aquellas palabras y hasta me firmó el libro de marras. Cumplido mi pimer objetivo de la velada, me senté junto a mi vieja.
No es justo contar la obra por no querer arruinarla, sino porque cualquier comentario que se diga de ella, no es suficiente. Hay que verla y que sean las propias experiencias de una, sus impresiones, lo que la definan desde lo subjetivo. Sólo puedo decir que, en un momento, cuando de un segundo al otro se pone a llorar, se me escapó un tímido pero bien escuchado: ¡Qué actor de la puta madre!.
El cierre fue el habitual. Un pan repartido entre toda la sala, mientras las migas se movían al son de los aplausos. Hora del segundo objetivo: la foto. Decir que un geriátrico lo rodeaba es quedarse corto. El olor a naftalina se confundía con la sutil fragancia de las alfombras del auditorio.

Pepe me reconoció entre la multitud y me gritó: ¿Y?. ¿Qué te pareció?”. “De puta madre, Pepe. Impecable”. “Gracias, gracias”. Le propuse una foto y él, gustoso, aceptó. Mientras esperábamos un momento de tranquilidad entre los admiradores, una señora, muy suelta, rebuznó: “Pepe, yo vi esta obra hace 35 años y note que le ha cambiado algunas cosas”. Soriano se la queda mirando unos segundos y, con la misma frescura de sus personajes más entrañables, le contestó: “¿Sabe lo que pasa, señora?. Esta obra nació en la dictadura y creció en la democracia”. Nadie atinó a decir algo más. Ni siquiera cuando el actor intentaba disimular una sonrisa a punto de ser carcajada.
Gracias a un joven de 50 años, me pude sacar tres fotos. Dos caminando y otra uno al lado del otro., medio fuera de foco. Pero, no importa. La naturalidad le dio la frescura que buscaba para eternizar ese momento. Me despido de Pepe y me voy al pasillo rumbo a la otra salida nocturna.
En el Gimnasio del Parque Central estaban haciendo un concierto a beneficio de La Arpillera Cultural. Su dueña, Diana Otero, hace poco había conseguido un subsidio para poder ampliar el lugar ubicado en Alderete 511 e incluso hacerle un segundo piso, cosa de que haya varios números al mismo tiempo. Un sueño que apunta a tener un lugar para que la cultura neuquina pueda estar y hacer y mostrarse. Pero, un musiqueiro lo hizo pesadilla cuando le fue a pedir unas fechas, ni bien tuvo la oportunidad, le robó la cartera con el dinero que recién había retirado.
Por eso, para recuperar ese dinero, se había hecho el festival solidario. Actuaron Ana Pereyra, Pachamama, Por la vuelta y El Quinteto. Un espectáculo de calidad como pocas veces se vio por esta ciudad. Sin embargo. Hubo un pequeño detalle. Había que pagar entrada. Salía sólo quince pesos. Una ganga teniendo en cuenta que en la noche se iban a escuchar cuatro conjuntos musicales. Pero, bueno, lo de Pepe era gratis. Lo de La Arpillera no. Y encima, había artistas locales. “Sacrilegio”, dirán algunos. Saquen ustedes sus propias conclusiones.


Hasta aquí llegó mi crónica. A continuación leerán la primera colaboración que tiene Eurisko y que desde su visión ácida, cuenta su experiencia con “El loro calabrés”. Su autor es, nada más ni nada menos, que Héctor Kalamikoy. El “poeta maldito” que escandalizó a los conservadores con sus poemas cargados de ironías sobre Neuquén y sus personajes. El dato: fue la primera vez en su vida que Héctor veía una obra de teatro.

Héctor, el espacio es tuyo…

Una noche en el MNBA

Entonces, cuando uno llega al museo más significativo de Neuquén, se encuentra con una ola de gente que está presionando para entrar al lugar sin pagar. ¡Oh, sorpresa amigo! Te encontrás con que toda la clase media se esfuerza para ingresar y ver la obra de un actor que es traído gratuitamente para que el populacho se esfuerce por entender el arte argentino.
“Mierda, me pone nervioso colarme a esta altura de mi vida”.
“Mamá llego temprano”.
Miro la cola clase media alta y digo qué quien va ser tan para decirme que me colé. Me pone nervioso colarme.
“No, nada viejo, es un folleto ilustrativo”.
Afuera el viento de Neuquén se esfuerza por arrancar los quejidos lastimeros de algún techo, porque simplemente Neuquén trata de prevalecer al viento. Fuera la calle y dentro un bullicio que rompe tímpanos. Nada más. Sobre la mesa del bar del museo César Gass me dice como un oráculo que si soy lo suficientemente vivo puedo tener más de lo que tengo. Ah, el amor es un pájaro seco con las alas plegadas.
Pepe Soriano se regodea cuando ve tanta gente haciendo cola para ver una obra bien padre. Está viejo y gordo, pero está joven y alegre. Se mueve rápido y confunde.
“Me siento halagado cuando me aplauden antes de actuar”.
Entonces empieza el show.
Yo me revuelvo en el asiento. Quiero entender. Soriano saca la lengua de su casita para imitar a un gangoso. Me acuerdo del Parathion en el valle y de la millonada que nacieron gangosos. Obvio, también me acuerdo de la que se murió de cáncer cuando los venenos cambiaron e hicieron que los nenes nacieran bien, pero después de los quince empezaron a morir de cánceres extraños como los que afectan a los de Chernobil.
¡Ah, la risa!
El público empezó con las carcajadas.
Y también con el llanto.
Y después con la risa. El museo no me permitía nada. Hacía frío. El clima cambia muy rápidamente, pero el museo no interpreta. No entiende nada. Ya los artistas modernos legítimos lo vienen diciendo. Anita se reía. Yo apretaba la barriga. El teatro moderno no entiende la fisiología. Si hace frío, te duele la panza. La madre de Anita también surgía en sonrisas increíbles.
Entonces Soriano tomaba a guitarra y hacía lo suyo. Precariamente rasgueaba la guitarra tipo Folk. Y yo con dolor de panza lo miraba como un ídolo prehistórico. ¡Qué ganas viejo! Las luces del instrumento finamente barnizado rozaban la cara del populacho ensimismado. Anita miro una o dos veces el cuadrante de mi reloj fosforescente.
“¿Te gustó la obra Anita?”.
“No sé, es un grande dice mamá”.
No te gusto Anita, pero ni lo decís por temor a que todo deje de gustarte. Los pinos de la tarde calurosamente seca y neuquina no nos dejan ser.
Entonces Soriano se la juega mencionando la locura. Le duele. Habla del monstruo de Bielorrusia.
“Estuvo toda su vida en el asilo público de la ciudad de Buenos Aires”.
¿Qué nos dice de tu vida?
Es un silencio implícito. Yo recuerdo: “Dios acerca sus manos sarmentosas de loquero” Castillo lo nombra en su “El que tiene sed”. Finzi hace una obra de teatro o dos.
A Dios no se lo busca, ¿Para qué la necesidad de que te reconozcan como un seguidor de Cristo? Era un muchacho pacífico, un triste y patético pacífico.
La locura es un silencio horrible y detrás el silencio del público que no entiende nada porque no es lo que ha venido a buscar. La locura es similar a la pobreza. Nadie habla más de dos minutos acerca de ella. Yo me acuerdo y por la tangente recuerdo a Primo Levi.
¿Cuánto voy a tardar en pegarme un tiro al no saber expresar esto?
Soriano también agradece a su mujer con un bolero. Termina la ficción, han reído y han llorado con el MOMO.
Afuera nos espera la lengua fatal del viento y la negativa de una cerveza. Voy a caminar a casa tan solo como he llegado a sentirme siempre que me ocupo de espantar a los que me aprecian. Anita ríe como los dioses, está tan triste como un tornado pero sonríe como la primera ola de la mañana.
Algo todavía no se termina, Soriano ensaya un Cristo en la vejez que reparte pan. Un pan grandote que Anita ha interpretado como un pastel de utilería. Cristo llegó a los treinta para evitar los patéticos instantes de la vejez humana.
“Anita, yo puedo ver una mosca tirando patadas al aire parada en el mástil de la bandera de un barco. Te digo que es una gigantezca hogaza de pan”.
Anita no cree hasta que Pepe toma el pan y lo levanta ofreciéndolo a la muchedumbre. Unas viejas lloran. Y vuelven a llorar, lo más cercano a un orgasmo.
Me pregunto por qué después de hacer apología del vino y la longaniza no tiene para ofrecer al público.
Anita sale con su madre. Yo quiero una foto con Soriano. Pero Anita encara para la puerta. Después ya todo lo que ustedes saben. Esperan el ocho y Anita me dice que me vaya, que ya pasa el cole. Afuera todo está pardo de viento reseco.
“Anita”.
“Hasta mañana”.
Encaro para casa, pero Hernán me llama y enfilo para el centro de la ciudad. Anita tiene los ojos color almendra y es simpática. Tiene unos hermosos ojos color almendra. Dios existe de formas terriblemente hermosas. Ensayo un bolero pero no tengo o ya no me surge el talento esquivo. En casa reposa una Isenbeck tapa rosca. A ver qué sale de un perro erizado ladrando en una esquina.

No hay comentarios: