Desde que comenzó esta vergonzosa polémica por el fallo de
la Corte Suprema, donde se equipara los crímenes de lesa humanidad con crímenes
cuál promoción de supermercado, hay una historia de mi infancia me vuelve una y
otra vez con insistencia.
No tenía menos de 4 o cincos años cuando vivía en el Barrio
Palihue en Bahía Blanca, de tipo residencial. Muchos árboles, una buena
cantidad de baldíos e, insisto, muchos árboles. Esta característica nos
permitía a la pandilla de la cuadra a tener casas en los árboles – llegamos a
tener una de dos pisos con ascensor de polea - , improvisar fuertes y hasta
tener algunas con trincheras.
La pasábamos, la verdad, más que bien. Podíamos andar en la calle. Nos conocíamos
todos y se sabía que, luego de la merienda pos jardín de infantes con los
capítulos de He-man como exclusivos protagonistas, la cita era el afuera para
seguir construyendo nuestros refugios sin problemas.
Pero, y siempre está ese pero, había una amenaza en nuestro
reino. Alguien cuya mera presencia
significaba que se acababa todo y que había que regresar a nuestras casas si lo
llegábamos a ver. Ese “pero” no era nada
más ni nada menos que el tradicional hombre de la bolsa, esa figura folklorica
con la que los padres amenazaban a sus hijos si éstos se estaban portando,
digamos, mal. Pero nuestro hombre de la bolsa era raro, distinto. No nos
amenazaban con él si nos portábamos mal. Nos advertían mis viejos y todos los
vecinos que, si lo llegábamos a ver, nos escondiéramos en nuestras casas. Y eso
ocurría con una cierta frecuencia cada semana durante un tiempo, a decir
verdad.